El territorio misionero, en Argentina, asiste, desde el siglo XV, al paso y a la superposición local constante de un gran número de culturas sumamente diversas. Indígenas guaraníes, conquistadores españoles, fundaciones jesuíticas, bandeirantes paulistas, gentes de la República de Entre Ríos y luego de la Provincia de Corrientes, paraguayos, brasileros y, finalmente, un arribo voraz de inmigrantes europeos que huían de las guerras mundiales conforman algunas de las capas de su inmensurable tejido cultural.
Aquel tejido es enaltecido por un entorno natural aún más complejo y diverso. Un paisaje de agua y selva abrazan a una biodiversidad única, de infinitos verdes, texturas y colores. Bestias salvajes son protagonistas de un monte vivo que resuena en frecuencia con el caer de sus cascadas y la sinfonía de sus insectos.
Cada pueblo que marcha sobre una tierra deja sobre aquella su huella. Y construye, con su paso, un inconsciente pero latente modo de entender aquel espacio. A su vez, quien pisa ese territorio, vecino o forastero, lo carga instantáneamente de su propio modo de concebir y conocer esa realidad.
Cuando hablamos de paisaje, en arquitectura, hacemos referencia a una noción inevitablemente cultural. Y cuando decimos cultural, decimos humana. Una creación completa del hombre. Entendemos como paisaje a aquella percepción que construye quien observa. Y lo hace sumando, a la existencia previa natural y cultural que tiene enfrente, todo el bagaje experiencial que lleva consigo. Toda aquella historia, inconsciente memoria e incalculable y anónima sabiduría se convierten en una captura instantánea, singular y propia.
A primera vista, las definiciones de paisaje y de dibujo no parecieran tener demasiado en común. No obstante, la reflexión del paisaje desde este último punto de vista los acerca inesperadamente. Tanto uno como el otro, fijan en la inmediatez de un instante, una captura de la realidad que perciben. Cada dibujo construye una nueva realidad sensible a la percepción de su autor.
Jorge Luís Borges decía: “La imaginación está hecha de convenciones de la memoria. Si yo no tuviera memoria no podría imaginar.” Así también las ideas de paisaje y de dibujo se nutren de la memoria individual y la integran sinérgicamente a la magna colectividad que se presenta adelante.
En este sentido, la imaginación y la fantasía, como herramientas de exploración, ligadas a la capacidad expresiva del dibujo a mano alzada, pueden conducirnos por un camino de infinitas expresiones. Retratos dinámicos de realidades superpuestas, historias que habitan en el territorio, escenarios que fueron mutando cíclicamente y se proyectan en las memorias de sus paisanos. Cada captura es una reproducción nueva y auténtica.
En la colección de dibujos que se presenta junto a esta reflexión, el autor nos invita a ampliar nuestro concepto de realidad, incorporando la fantasía como herramienta de exploración, de un territorio misionero que se hace paisaje a través del dibujo.
Autor de las imágenes: Sebastián Galarza.